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Nadie es una isla, completo en sí mismo;

cada hombre es un pedazo de continente,

una parte de la tierra;

si el mar se lleva una porción de tierra,

toda Europa queda disminuida,

como si fuera un promontorio,

o la casa de uno de tus amigos,

o la tuya propia.

La muerte de cualquier hombre me disminuye

porque estoy ligado a la humanidad;

por consiguiente nunca hagas preguntar

por quién doblan las campanas:

doblan por ti.

 

Meditación XVII

John Donne

1624

 

Hay un mar de aguas insondables; el mar de las emociones. En él confluyen todos los torrentes, todas las arremetidas, las furias y las intensidades. Aparentan estar represadas bajo la hegemonía del sobrevaluado dique de la razón. Pero tras el concreto de nuestra vida lógica, un océano se agita, incesante.

 

Mas esas aguas logran escapar de muchas maneras. La liberación que constituye el llanto tiene mucho más que valor terapéutico; tiene como esencia la conexión, es una expresión inequívoca de una poderosa emoción.  Y en ese sentido las plañideras han sido, por excelencia, las oficiantes del rito propiciatorio del llorar.

 

Sin embargo el llanto ha sido tan perseguido que hoy la idea misma de la plañidera nos incomoda, en el mejor caso. Desde los comienzos de la humanidad hasta hace pocas décadas estas sacerdotisas ejercían en todo el mundo su función liberadora, catártica. Sus lágrimas, a veces recogidas en lacrimatorios, eran enterradas junto al difunto, como prueba de la desolación que dejaba.

 

Una vez erradicado el llanto, olvidadas las plañideras e ignorados los lacrimatorios, hemos quedado secos, en un desértico auto-destierro, desconectados de las aguas de adentro y de afuera. Estamos anestesiados en un oasis que es puro espejismo. Buscando con frenesí la evasión, el placer, la velocidad, el poder. Nuestra emocionalidad está presa, condenada a ser desconocida, a nunca manifestarse. No hay grifo para ella.

 

Pero en el remoto desierto de Sechura, en Perú, donde las aguas hace mucho dejaron de fluir, quedan aún algunas plañideras, con las últimas lágrimas. Aún existen, sí, pero son pocas. Insuficientes para todas nuestras tragedias, nuestros dolores mudos, nuestras mutilaciones y pérdidas. No alcanzan sus lágrimas para el dolor del mundo, para nuestro dolor.

 

Aún existen, sí, y cuando en la noche oscura del alma escuches sus sollozos, no preguntes ¿por quién lloran, plañideras? Sabrás que lloran por ti.

 

Antonio Briceño

Marzo 2012

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