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Lorena González

El Nacional, 3 de junio de 2014

  

Es con precisión el siglo XXI la época que ha visto surgir un arte en el que se destaca el equilibrio sistemático de todas aquellas señales formales que lo enlazan con el espectador: vínculos, relaciones, fragmentos, referencias, encuentro. La obra es ahora un espacio por recorrer, una zona abierta de nexos posibles, una energía que intercepta al visitante.

 

El delicado punto de este giro parte de los acontecimientos que han rodeado el perturbado inicio de la nueva era: un mundo global que en su aparente posibilidad de participación ha cercado las verdaderas conexiones de lo humano, junto con una sucesión fatídica de golpes mundiales que desde el atentado a las Torres Gemelas en 2001 continúa esparciendo desconfianzas insondables frente a barbaries y fundamentalismos de grupos que acribillan a sus iguales en sórdida arremetida.

 

El arte reciente parece levantarse desde las difíciles lecturas de estos parajes aciagos donde lo humano ha vaciado sus contenidos. Ya no asienta protocolos, ya no ensancha verdades, ya no tiene teorías que defender ni postulados por derrotar: el arte de hoy tan solo tiene preguntas, movimientos que desde todos sus ángulos replican una única interrogante: ¿Es esto lo que somos? ¿Por qué llegamos hasta aquí? ¿Qué estamos haciendo? Todo este universo de conexiones posibles, toda esta matriz de reflexiones probables ha surgido como nunca en una de las mejores producciones que dentro de estos lineamientos haya podido ver el arte venezolano actual: la muestra Omertà petrolera. La era del silencio del artista Antonio Briceño.

 

En esta exhibición inaugurada el domingo 17 de mayo en la galería D’Museo, Briceño profundiza una investigación comprometida con el curso de los complejos acontecimientos que han fracturado al país desde el 12 de febrero de 2014.

 

Alterando las estrategias tradicionales del retrato, e incluso de la fotografía documental en torno a los descalabros de las fuerzas del Estado sobre manifestantes convertidos por el abuso del poder en víctimas de tortura; el artista le pidió a un grupo de perseguidos que participaran en el proyecto de un retrato a través del video. Vestidos de negro se colocaron frente a la cámara. Allí, en el oscuro silencio de ese intersticio, que también remite a las sombrías elipsis impuestas por la justicia acomodaticia de nuestro país, les pidió recordar lo que había sucedido, sin explicaciones ni palabras.

 

El resultado es una instalación en la que la vida nos observa, una mirada constante que moviliza nuestros recuerdos, una acción física que nos coloca sin fanatismos ni prejuicios ante el dolor de un otro que también somos. Alguna vez comenté que en momentos de crisis era difícil para los artistas leer el pulso de lo pendiente en el propio intervalo de los acontecimientos. También dije que el arte era el encargado de encender las alarmas frente a la injusticia para recordarle al futuro, tal como lo hizo Goya con Los desastres de la guerra (1810-1815), que esas atrocidades no debían repetirse.

 

Desde ese riesgo espiritual Antonio Briceño ha sostenido el valor de darnos un testimonio visual sin precedentes, una obra contemporánea de una gran madurez formal y conceptual que quedará para la posteridad, y que asentará en el alma de las generaciones que nos sobrevivan eso que nunca deberá ocurrir de nuevo: el asesinato del derecho individual solo por pensar y ser distinto.

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