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Tomás Rodríguez Soto

Curador

Marzo 2011

 Los límites de mi lengua representan los límites de mi mundo

Ludwig Wittgenstein

Tractatus logico-philosophicus

 

En medio de un convulso y no menos sangriento siglo XX, que recompuso las fronteras en todos los continentes, era natural que surgieran los conflictos de identidad que nos llevaron a largas discusiones sobre los conceptos de Nación, Pueblo, Comunidad e incluso Cultura en un ámbito paradójicamente homogeneizante. Impulsado esta vez no sólo por el orden político y económico sino, además, por el inusitado poder de las comunicaciones globales.

Fue en medio de este agitado contexto que muchos Pueblos indígenas y grupos étnicos buscaron reafirmarse en el marco de los límites políticos en los que vivían, buscando el reconocimiento legal que, al menos simbólicamente, aceptara su derecho a una forma de vida y cultura propias.

Dado que este complejo proceso de reconocimiento no ha sido sencillo en ningún lugar del mundo, por los cuestionamientos a los conceptos señalados, resulta en verdad sorprendente a nuestros ojos periféricos que en Europa haya surgido una comunidad como la Sámi que reclame para sí la condición de Pueblo indígena. En primer lugar pues el término indígena[1], resultado de una confusión geográfica, lo había destinado nuestro pensamiento euro-centrista a grupos no europeos y en segundo lugar pues pensábamos que la asimilación cultural en Europa había hecho su trabajo tiempo ha.

Pero los sámis, que durante siglos han estado sometidos a innumerables avatares históricos, políticos y geográficos, han trabajado largamente para conservar su identidad, reforzada cuando a mediados del siglo XX las comunidades de Finlandia, Noruega y Suecia -mas tarde se incorporarían las de Rusia- establecieran el Consejo Sámi como instancia organizativa para reafirmar su existencia y coherencia colectiva.

El que su población, originalmente nómada, tenga que tratar en el presente con diferentes gobiernos que tienen diversos puntos de vista sobre los derechos de uso de las tierras de pastoreo, leyes comunitarias, etc., representa sin dudad un gran reto que deben afrontar, pero no el más importante. Actualmente es a simple vista casi imposible distinguir a un miembro de esta comunidad de un ciudadano cualquiera de esos países, debido a que hoy su fisonomía es principalmente de tipo escandinavo y que tras la cristianización perdieron sus prácticas chamánicas. De igual forma la mayoría vive, trabaja y estudia como cualquier otro ciudadano. ¿Entonces en que radica el ser Sámi?

 

Es esta interrogante la que se hace Antonio Briceño al acercarse a ellos con esta exposición titulada 520 renos. Pero puesto que los conceptos de Pueblo o Nación -valga decir, Identidad- han repercutido en los discursos del arte contemporáneo con gran fuerza y no menos confusión, el autor ha intentado exponer en estas obras mas que una reflexión o inventario de evidencias sobre ello, una aproximación a las puntadas que cosen a estos hombres entre sí.

Si bien en trabajos anteriores la mitología y religión (Dioses de América, Filhos dos Orixás), la genealogía (El Árbol. Cultura maorí) o la identidad étnica (Míranos. Estamos aquí. Pueblos indígenas de Colombia) habían servido de hilos concretos y evidentes en el discurso, en el caso de esta muestra Briceño apunta hacia la lengua, el pastoreo y su estrecha relación con la naturaleza como expresión esencial de lo Sámi.

 

El epígrafe de L. Wittgenstein, que remite a la relación entre las formas lógicas del lenguaje y las del mundo, nos sirve también para referirnos a lo que destacan las fotografías de esta exposición en torno al habla sámi y su cultura, determinada por un paisaje invernal que estos antiguos nómadas habitaron e hicieron suyo. Un milagro de adaptación que, como en otros lugares, ha dado pie a una forma de ser propia y a una especialización que va más allá de la técnica. Y que Antonio Briceño nos presenta aquí como juegos de palabras-imágenes, que refieren mas allá de concreciones, a un territorio emocional, a aquello que afecta a los sámis y los trama con el mundo.

 

De tal forma obras como las de las series 144 paisajes o 187 nieves no aluden simplemente a un catálogo de aquellos paisajes o fenómenos naturales que pueden ser reconocidos en esta lengua, sino más bien a una profunda identificación con el paisaje. A una dedicada relación de observación y reconocimiento de y en la naturaleza que amplió espacios interiores para alimentar hoy día una forma de ver el mundo. Que reivindica con ello ecos del pensamiento chamánico que percibe al hombre no como habitante, sino como un elemento integral del mundo natural, y que los sámis han vuelto a poner sobre el tapete explícitamente en sus declaraciones como pueblo indígena.

 

Cabe recordar aquí la cita de H. F. Amiel de su Diario íntimo "Todo paisaje es un estado del alma, y el que lee en ambos queda maravillado de encontrar en cada detalle la semejanza"[2] para apuntar hacia ese mirar hacia adentro contemplando hacia afuera, muy propio de la fotografía y que Briceño intenta hacer cada vez más evidente en sus trabajos. Así, podemos notar como aquellos paisajes que en sus primeras obras se fundían o tejían con los retratados, han pasado en esta exposición ya a un primer plano, hasta constituirse ellos mismo en personajes y expresión o huella de lo humano.

 

Representaciones de emociones humanas en las que las palabras superpuestas parecen más bien letanías chamánicas que invocan a las fuerzas naturales o divinas, materializándolas y haciéndolas realidades evidentes. La misma repetición de los paisajes que aluden a esas pequeñas variaciones físicas que transforman a un fenómeno en otro completamente diferenciado, que por imperceptibles a nuestros ojos y experiencia pasarían de seguro peligrosamente inadvertidos, se nos antojan también como oraciones rogativas, insistencias que nos impulsan a ver mucho más que sencillos cambios de luces o tonos, a adentrarnos en lo que vemos.

 

La instalación La luz que se escucha es, si se quiere, la que representa más dramáticamente esa puesta en escena de las emociones en el paisaje. Estas luces casi materiales de la aurora boreal que bañan las imágenes con colores imposibles, nos permiten imaginarnos bien cuán embriagados y de rodillas debimos caer los hombres abrumados por inesperados e inquietantes pensamientos ante fenómenos de tal contundencia, que debieron despertar torrencialmente nuestra imaginación, empujándonos a buscar formas de expresar esa turbación. Turbación que fue vertida en diferentes mitos como el que refleja la palabra finesa para la aurora boreal: Revontulet (fuego de zorro), que refiere a una historia sámi según la cual estas luces son producidas por las colas de los zorros que salpican de chispas el cielo nocturno al chocar contra la nieve, o aquella creencia de que son nuestros antepasados que danzan en la bóveda celeste; incluso otro mito aventura que son simplemente los dioses que nos contemplan desde el firmamento. Y así los sámis, que parecieran comprender el mundo con todos los sentidos, llaman a la Aurora Boreal Guovssahasat (la luz que puede oírse) y con ello denotan una manera diferente de percibir e incorporar la realidad, que destaca ese doble juego entre lo material-inmaterial, exterior-interior, que exige poner todo lo que somos y escuchar atentamente lo que las formas nos enseñan. Tal como el arte ha tratado desde siempre hacernos entender, para lo cual es necesario mantener unidos cuerpo y cabeza, lo de arriba y lo de abajo.

 

Y como es lógico en un pueblo que se trama continuamente con su entorno, no permanece pasivo frente a estas emociones y devienen entonces los yoiks: cantos chamánicos en los cuales el cantor a través de sonidos o palabras se vincula con alguien o algo. De esta manera un yoik no es sobre la aurora, el reno, el zorro o un amigo, sino que es vehículo para (con)fundirse con cuanto lo rodea, religándose con ello para no perder los pies sobre la tierra.

 

Las obras en esta exposición abordan entonces insistentemente a través del paisaje el hecho del saber ver y el que ello implica a su vez un saber entender el mundo por medio de una experiencia humana específica, capaz de expresar esa experiencia de una manera tan particular como su habla. Precisamente uno de los retos al tratar fotográficamente con los sámi es que este pueblo ha mantenido su coherencia y adhesión a través de un herencia cultural intangible basada, como ya dijimos, principalmente en su lengua y el universo que ella comprende. Lo que representa de por sí un desafío para las artes plásticas. Pero al mirar más de cerca, podemos ver a estas palabras desbordarse no sólo en Tundra -palabra de origen sámi- o las decenas de formas para nombrar la nieve o el hielo, sino también en las costumbres que perviven a los cambios como el pastoreo de renos que desde siempre constituyó el eje central sus vidas.

 

520 palabras para distinguir diferencias dentro de una misma especie animal reflejan sin duda un vínculo estrecho, sería mejor decir íntimo, que nos dice de la importancia de este animal para su cultura. Aunque si en nuestros días los renos no son necesarios para la subsistencia física, resultan fundamentales para la conservación de sus tradiciones y del espíritu del pueblo Sámi, que ve en la cría de éstos una de las declaraciones mas patentes de sus derechos ancestrales a la tierra y al ejercicio de sus tradiciones.

Si bien las obras relativas al paisaje nos ponían frente a estados del alma induciéndonos a reconocer en ellos sus diferencias, tonos y niveles, la imagen 520 renos I coloca ya directamente delante de nosotros al alma sámi, traslúcida, caprichosamente corpórea a pesar de su vaguedad. Es posible que el artista haya intuído tan bien como ellos lo que está en juego en su terca insistencia por mantener el pastoreo de renos.

Seguramente así lo entendió además Mika Saijets -periodista y pastor- cuando decidió recopilar las palabras que permiten nombrar a los diferentes tipos de renos. Pues de este pastoreo de palabras depende asimismo la supervivencia contemporánea del pensamiento sámi, fragmentado tanto en nacionalidades como dialectos y que amerita el mismo esmero que por siglos dedicaron a sus animales.

 

El conjunto de obras de la muestra impresas sobre delgadas láminas de metacrilato asemejan a los ondulantes cueros secados al sol, que los sámis procesaron incansablemente para proveerse de infinidad de piezas entre las que destacan los tambores rituales. Instrumentos angulares de la antigua cultura sámi que, decorados con múltiples símbolos cosmológicos y religiosos, son aún hoy uno de los más fuertes vínculos con su pasado. La obra 520 renos II reúne de alguna manera la expresividad de aquellos dibujos con el arte rupestre de la Altamira escandinava que se encuentran en Alta, Noruega, en una visión actualizada de los grandes rebaños de renos que impresionaron a un imaginario colectivo, convirtiendo a este animal en elemento esencial de sus representaciones iconográficas.

 

Por su parte Los 520 renos de Mika Saijets representa extraordinariamente aquel juego ancestral que aún tratamos de dilucidar -parecido al del huevo o la gallina- en torno a si las palabras vienen de las formas o más bien corren a su encuentro. Pero este díptico superpuesto nos lleva también a pensar en esa importante y aún mas contemporánea discusión. Como lo es la escisión entre imagen y concepto, que ha supuesto una suerte de cataclismo en el arte occidental al acentuarse hasta el extremo la distancia entre las ideas y las emociones, dejando un vacío que ya resulta insostenible. Por ello, nos parece tremendamente conmovedora la importancia dada por estos hombres al pastoreo. Pues si las palabras sámis para denotar renos no los encontraran para nombrarlos, o ellos tuvieran que ser nombrados a falta de palabras propias con unas extranjeras, el alma sámi quedaría a la intemperie, sostenida apenas por un andamiaje de ideas y recuerdos que no encontrarían la vitalidad para sostenerse por mucho más tiempo. Todo ello lo sugiere Antonio Briceño en esta pieza mercurial que nos muestra un mar de animales y palabras sostenidas en el aire y separadas entre sí pero formando a nuestros ojos una única e indivisible imagen.

 

Pareciera finalmente que las obras de la muestra atrapan al vuelo aquellas expresiones sámis que no son ya pasado o simple memoria, sino algo que está vivo y en marcha creativa, intentado comprenderse y contenerse en medio de los cambios cíclicos que, por familiares, no son tampoco esta vez menos peligrosos.

 

Nos preguntamos al inicio en qué consiste el ser Sámi, y las imágenes apuntan a que aquello subyace aún vital bajo las apariencias. Como nos lo presenta el políptico Sámi, donde los retratos de hombres y mujeres en ropas occidentales contrastan con aquellos vestidos con sus ropas y adornos tradicionales, que nos hablan con sus diseños de su genealogía, su procedencia, su posición en la comunidad. Un despliegue de identidad propia y compartida, una reafirmación del antiguo saber el lugar que ocupo y quien soy que con suerte continuará añadiendo diseños en tanto haya una historia propia que contar.

 

Sea como fuere el Sámi ha vivido una larga historia de adaptaciones que lo han hecho asimilar tecnologías, tradiciones, genes y abrigos, y si alguna vez pareció perder el camino hoy decidió simplemente regresar a casa.

 

[1] A pesar de que el diccionario de la RAE lo define tan sólo como: Originario del país de que se trata. Concepto que es aceptado universalmente.

[2] Henri- Frédéric Amiel: Diario íntimo. Buenos Aires, Losada, 1949, 101.

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